RUMANIA

Un aparato de una compañía de muy bajo coste me vomita a una helada Bucarest un mediodía de principios de marzo.

Mi nariz, que en cierto modo me precede, ya me lo advierte en cuanto la asomo fuera del aeropuerto. Un frío terrible, un frío que admite casi todos los adjetivos siempre y cuando sean superlativos, un viento gélido que viola mi calor mientras camino hacia la parada del autobús de línea que ha de llevarme al centro.

No es mi primera vez en Rumania, ni la segunda, ni la tercera. Hubo un tiempo en que me fascinaba este país.

Pronto hará veinte años que viví por el norte, lindando con la frontera ucraniana, a temporadas durante dos años. El dictador no hacía demasiado que había sido derrocado, por usar una palabra suave y diplomática dadas las circunstancias de su muerte, y me encontré inmerso en una preciosa, dura y muy interesante tierra anclada en lo que a mí me parecía el siglo dieciocho con tropezones poscomunistas.

Carretas de caballos a rebosar de payeses con los trajes propios de la región llevados a diario, viejas casas de madera con enormes estufas revestidas de bonita cerámica en valles exuberantes de bosques donde habitaban los osos.

Economía de subsistencia, aguardiente casero, borracheras en serie. Ciudades desangeladas con bloques de edificios sin puertas ni ventanas entre la fría niebla, escaparates vacíos, completamente vacíos, llenos de polvo. Colas para comprar el pan.

Gentes abiertas, divertidas, latinas, hospitalarias, bebedoras, muy bebedoras, ingeniosas. Hambre, racionamiento y poca esperanza en un futuro que entonces no se vislumbraba. El ingreso en el clan de la Europa del mercado común era una quimera, un sueño que de tan lejano se antojaba absurdo. Muy pocos coches por carreteras bacheadas con simpáticos policías corruptos, camiones de presos condenados a trabajos forzados con el traje a rayas igual al de los hermanos Dalton, famélicos, encadenados, no me extrañaría que con bolas de presidiario. Mercado negro, grandes fajos de billetes sucios y manoseados, fascinación ante lo que conseguía llegar importado, dos Rumania entrelazadas, la rural, con sus mujeres fuertes, duras, trabajadoras capaces de sacar la familia adelante sin o pese al marido, y la urbana, un quiero y no puedo tratando de acceder a un estilo de vida que llegaría, nunca en su plenitud, nunca del todo y nunca sin problemas, en los años venideros, pero aun así, inimaginable a principio de los noventa.

Me junté con unos españoles y unos rumanos que vivían en una casa de Maramures cuando en la frontera con Hungría vieron la placa de Valencia de mi motocicleta.

Entonces no era muy habitual ir en moto hasta allí y eso unido a mi juventud y a mi cara de chiquillo que en aquella época tenía, hizo que me trataran con benevolencia y me adoptaran como a un hijo. Tuve hasta una “madre” rumana, la Mama Todora. Ella trabajaba como cocinera en un colegio y su sueldo era ridículo, una vez regresó de su trabajo con unas virutas en su mano, los españoles le preguntamos intrigados pues precisamente para no pasar frío ese invierno habíamos comprado dos carretas de leña que llegaron desde la montaña.

-¿Mama Todora, por qué sigues recogiendo leña si tenemos mucha?

Me miró como pillada en falta y con una cara que me decía que no podía evitarlo dijo:

- Suzuki, –allí les dio a todos por llamarme como a mi moto- yo he pasado mucho frío en esta vida.

Creo que me tuvo un cariño enorme, sus lágrimas mojaron la pechera de mi chupa de cuero en una de nuestras despedidas, ella creía que no me volvería a ver, yo pensaba que no sería así, que regresaría como tantas otras veces. Acertó. Yo no, claro.

Mientras tanto vivimos muchas cosas, ellos estaban allí para hacer negocios. La verdad, con ninguno se ganó dinero, al menos no mucho, otros fueron una auténtica ruina, no me importó mucho entonces y aún menos ahora, lo que me importaba era pasarlo bien. Compraban coches de segunda mano en España y los vendían allí o al menos esa era la idea. Había un mercado callejero y dominical de coches viejos en la ciudad de Baia Mare que venían casi todos de Alemania, pero nuestros coches no conseguían llegar a él, uno tras otro caían antes de hora. Uno lo trajeron de España y antes de venderlo lo hicieron participar en un rally y volcar en el transcurso del mismo sin consecuencias para el conductor, qué mala suerte ¿no?, otro lo cambiaron por la madera que cupiera en un camión y su porte hasta Barcelona pero como no se podía sacar madera sin elaborar, se cargaron no sé cuantas casetas de perro que a saber dónde acabarían. Tal vez tu perro duerme en una de ellas. Yo compré un Renault Fuego muy chulo a un amigo en Valencia, le puse una pegatina Turbo en el techo solar y unos adhesivos de Spook Factory pero entre que fui y volví cambió la legislación del país y me quedé colgado con mi coche de más de siete años. Otro fue estampado por un oriundo del pueblo en una etílica fiesta de sábado noche. Y así. Mientras tanto montamos una zapatería en el centro de la villa, no existía una igual en todo el norte del país, ni igual, ni parecida, se llenaba de clientela, personajes de todo tipo, que ya conocíamos de estar siempre por allí, no compraban gran cosa pero la zapatería fue mientras estuvo abierta lugar de encuentro y centro de reunión de un pueblo de unos setenta mil habitantes. No creo que se ganara dinero, no, seguro, pero era muy divertido y me sirvió para conocer mucha gente. Simultáneamente se miraban muchas cosas, pues es verdad que por entonces casi todo estaba por hacer, pero claro, casi todo estaba por hacer porque era muy difícil hacer casi nada.

Se miraba traer harina porque la que utilizaba una fábrica de la capital era muy mala y el coste hacía inviable el producto final con otra mejor, te prestaba un excapitán de la legión extranjera unas piedras que había traído de Angola y que parecían esmeraldas, te cruzabas media Europa porque noséquien tenía un amigo joyero en el sur de Francia y era malaquita. En aquella época en Rumania montabas un circo y te crecían los enanos. Creo que mis amigos catalanes llegaron demasiado pronto. Muy pronto para ganar dinero, pero para mí, fue el momento ideal.

Las idas y venidas a España eran siempre memorables, siempre por carretera, si iba por Suiza volvía por los Balcanes, entonces en guerra, a veces y por variar por Austria, viajes que se hacían casi del tirón.

Una vez llegué a una frontera ex yugoslava, era de noche, estaba cansado, tenía frío, ya esa mañana al salir de casa había caído con la moto en una zanja debido al hielo y a la nieve, pasó un gigante con un sidecar y él solito sacó la moto de doscientos kilos del agujero. Al detenerme los guardias les dije en inglés:

- ¡Estoy muy feliz de estar en Croacia!

Me equivoqué. No era Croacia, sino Bosnia, el enemigo. O al revés. Cómo un chiste de Gila. Dieciocho años después aún no lo tengo claro, todavía no he mirado el mapa. Los guardias parecían desconcertados pero la moto, nunca vista por allí y tan moderna, les llamó tanto la atención que se centraron en ella.

-¿Tiene mucha potencia?

- Sí, mucha.

-Vamos a verlo.

Me tocó hacer el tonto un poco allí mismo, rodeado de policías y en plena frontera. Al final éramos todos amigos. Me dieron vía libre.

Aquella noche no dormí. Recuerdo atravesar ese país siguiendo las luces de los escasos camiones que me precedían entre una niebla cerrada y sin ver ni una sola luz como alumbrado público. Entre las tinieblas aparecían casas abandonadas en las que yo creía ver paredes destrozadas por los combates. A veces circulaba cerca de vías de tren donde habían estacionados vagones con gente que parecía estar viviendo allí. Pasé también Eslovenia y llegué temprano a la frontera italiana. Allí un chico más joven que yo y con cara de pipiolo me estuvo molestando. Al principio no le hice ningún caso, al final lo mandé a paseo mofándome de él. Me enseñó un carnet, era el jefe de aduanas. Nos metió en un cuartito a la moto y a mí y nos miraron hasta las pestañas. Me soltaron pocas horas después y me metí en las mayores inundaciones del norte de Italia desde el Renacimiento. Aquel día de principios del invierno de 1994 hubo veintiún muertos por culpa de las crecidas, recuerdo haber momentos en que todo a mi alrededor era agua excepto la autopista que parecía atravesar el canal de la Mancha. Durante horas no hubo ni un centímetro de mi cuerpo que no estuviese empapado y refrigerado. Al llegar a la frontera de Italia con Francia me quedaban mil pesetas y muy poca gasolina. Paré en un área de servicio, me compadecía de mí mismo, si no hubiera estado al borde de la hipotermia y del colapso me hubiera puesto a llorar, creía que ya no me podían pasar más cosas, estaba rendido y no sabía cómo seguir.

Entré en la gasolinera porque me moría de frío, allí un hombre gordito discutía a voces con el dependiente. La cosa iba a más, el dependiente francés, oh la la, era un capullo y se puso muy gallito, el otro vertía sobre él un torrente de improperios en español. Me puse del lado de mi compatriota. El gasolinero achantó rápido pero llamó a los gendarmes, éstos se rieron de él y nos dejaron marchar.

-¿Y tú de dónde sales?- Me dice ya fuera el español.

-Pues yo voy en moto para Valencia y se me acabó el dinero.

-Vente pa´ca.-Me dijo sin dudar un segundo. Era camionero, “el portugués” le llamaban. Un ángel. Subimos mi moto a su camión y a la mañana siguiente me dejaba cerca de Barcelona. Al llegar a un peaje de Tarragona e ir a pagar de tan cansado que estaba me olvidé de poner los pies en tierra y caí estrepitosamente contra la caseta de la cobradora. Rompí la maneta de embrague. Llevaba 48 horas de viaje desde Rumania. Cuando llegué a Valencia levantaba los brazos como un campeón que cruza la meta.

Toda la ciudad me brillaba como si fuera nueva.

Al poco tiempo me ingresaron con un desprendimiento de pleura y neumonía. El doctor dijo que tanto apoyarme en la bolsa sobre-depósito me provoco lo primero, el frío y la lluvia ayudaron a lo segundo.

Fueron tiempos intensos de kilómetros y aventuras con destino Rumanía.

Nunca debería haber dejado de hacerlo.

No regresé después de todo aquello hasta quince años más tarde, en un viaje anterior a éste en el que me encuentro.

Nunca debería haberlo hecho. Apenas reconocí el país que amé.

Me costó reconocer el lugar donde había vivido, las casas ahora tenían valla y en la calle había asfalto, farolas y coches aparcados.

Aparqué mi coche alquilado frente a la casa de la Mama Todora y su familia. La luz del sol se filtraba entre los árboles, los Cárpatos anunciaban primavera.

No me atreví, o no quise llamar.

Arranqué y me marché.

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