-Aquí todos lo somos- Me dice señalando el
portal del edificio donde lo he abordado.
Quiere saber mi país y mi ciudad. La conoce,
claro, viajó por todo el mundo como marino mercante. Me acompaña amablemente
hasta el embarcadero del ferry que va
hasta Haydarpasa, la estación de trenes del lado asiático de Estambul.
Nunca había visto una estación así y me parecería
muy bien su visita aunque no se tenga la intención de subirse a ningún tren.
Dentro le pregunto al chaval de la ventanilla
donde se venden los billetes. Le visito varías veces, le coso a preguntas pero
aguanta con simpatía y me da toda la información que necesito con una sonrisa,
la última vez que voy a visitarle hasta sale de su cabina para verificar unos
horarios en concreto. Saldré a la mañana siguiente, ir en tren de Estambul a
Ankara cuesta menos de ocho euros al cambio.
El resto del día lo dedico a hacer turismo por
la ciudad.
Esto constituye un pequeño error.
Como ya he dicho estuve por aquí hará unos
doce años y hoy pienso que puede ser que sea verdad aquello que se dice que
cuando en un lugar has sido muy feliz, o en mi caso, te ha gustado mucho, no se
debiera volver al cabo de los años. Por qué exactamente esto es así no lo tengo
muy claro pero no es la primera vez que me pasa. En el caso de Estambul voy a
ser lo más concreto posible.
El Bazar de las Especias me pareció más
pequeño y con menos colores y olores que la primera vez.
Incluso la llamada Mezquita Azul, mi querida y
añorada Mezquita Azul, en mis recuerdos ensalzada como gran bastión Zen, de una
grandiosidad, luminosidad y gracia que rozaba lo divino, me pareció esta vez,
ay qué pena, bastante más pequeña, sin tanta luz y con menos colorido.
No sé si hubiera preferido quedarme con mis
recuerdos primigenios que tenía sobre estos lugares, lo que sí sé es que la
culpa es mía ya que los lugares son sin duda los mismos, antes y ahora. Soy yo
el que ha cambiado, o he perdido capacidad de asombro y sensibilidad frente a
la belleza o mi cabeza, mi corazón, mi alma de viajero juegan al engaño en la
repetición. Es probable que no fueran tan maravillosos como los recordaba ni
que ahora sean tan diferentes como me parecen.
Ya de noche, con los pies entumecidos por la
humedad y doloridos de tanto caminar, ceno un kebab y me apalanco frente a
Internet.
Mis padres están encantados con las nuevas tecnologías respecto a los viajes.
Los más jóvenes puede que no lo entiendan de
otro modo, pero yo con cuarenta años tengo multitud de recuerdos de viajes en
los cuales no existía, ni siquiera se imaginaba, algo parecido a Internet.
Parece que hable de la prehistoria pero en realidad no hace nada de todo esto.
Mis padres están encantados, decía, porque
antes desaparecía y las cartas, si es que llegaban, en ocasiones tardaban
siglos. Las llamadas internacionales, de ser posibles, eran caras, se
escuchaban fatal y muchas veces se cortaban. Ahora, en cambio, por casi nada
podemos mandarnos noticias casi cada día o incluso vernos el careto si mi sitio
tiene la suficiente velocidad. Para el viajero también está bien poder, por
ejemplo, recibir el día del padre el dibujito que la niña ha hecho hace cinco
minutos a miles de kilómetros de distancia o poder enviar el vídeo que acaba de
grabar y poder comentarlo con los amigotes de toda la vida. Bien. Son cosas buenas,
pero se puede llegar a pensar, puesto a buscarle tres pies al gato, que
posiblemente una de las cosas más interesante de los viajes era la ruptura o
más bien el paréntesis que se producía en la vida sedentaria y el aislamiento
que muchas veces tenía en su vida más nómada.
Este aislamiento y este no estar hacían los
viajes más intensos.
No existía ninguna desconcentración debida a
la interferencia de los asuntos cotidianos que ocurren en el lugar de origen.
Los reencuentros también eran más emocionantes,
se echaba más de menos por todas las partes y cuando se volvía, todo el mundo tenía
muchas cosas que contar.
Ahora todo esto lo diluye y amortigua
Internet.
Por no hablar de lo chocante que resulta
llegar a un garito perdido en Burkina Fasso después de días de pistas polvorientas,
calor insufrible, embutido en un amasijo humano traqueteado y que tu madre te
diga sonriente, cariño come más que estás muy flaco, o que el director del
colegio de tu hijo te llame cuando estás cruzando el Sahara o que tu mejor
amiga te hable en directo de la maravillosa nevera que se acaba de comprar
cuando serpenteas largas y mágicas jornadas por la Cochinchina. Antes
hubieras vuelto, no hubieras sabido nada, te morías de ganas de ver a tu amiga
y estabas encantado de que te enseñase la nevera con todo lo que había dentro.
Pero cada cosa en su momento, carajo.
Tengo más, no he terminado todavía.
En el caso de buscar el hotel u hostal que se
quiere en la siguiente etapa pasa lo mismo. Es muy cómodo ir a tiro hecho. Se
sabe el nombre, se sabe el precio, dónde está, cómo llegar, se han visto las
fotos, has leído los comentarios que cualquiera puede haber hecho y has hecho
la reserva.
Te plantas allí y a vivir, pero, ¿y la
incertidumbre? ¿Y la búsqueda? ¿Y la emoción? ¿Y la casualidad?
Es casi inevitable no usar las ventajas que
otorgan la comodidad.
¿Quién preferiría unos zuecos de madera antes
de unas modernas botas para subir una montaña?
Pero se convierte en una especie de
programación para viajeros en solitario que curiosamente buscamos viajes
absolutamente desprogramados.
La canalización y aborregamiento del mismo
tipo de viajeros por los mismos lugares produce unos efectos similares al
turismo de masas, tanto en los viajeros -agrupación por culturas semejantes y
aislamiento de los locales, merma en la imaginación y en las ideas a la hora de
visitar sitios no trillados- como en los lugares, que acusan las deformaciones
inevitables de cara al turismo.
La historia suele ser la siguiente. Alguien
decide crear un hostal para mochileros. Se lo curra, es barato, está en un buen
lugar, está limpio y vale la pena. Se mantiene un tiempo así, va siendo
conocido, va saliendo en los sitios más destacados de Internet y consigue salir
en la Lonelyplanet,
es aún más y más conocido, tiene muchos clientes, le va muy bien, se acomoda,
ya no se esfuerza tanto, las cosas le vienen rodadas y cuida menos el hostal
que se masifica, además y lo que es peor, sube los precios. Llega uno en ese
momento y se encuentra un hostal guarro, caro, ruidoso y atendido por unos
personajes a los que encima hay que dar las gracias por permitirte estar en ese
lugar, “el mejor”.
Es muy fácil encontrar las mismas personas en
un recorrido por varios países si tienes la misma guía que ellos. Esto no es
negativo de manera intrínseca y hasta es divertido, pero en el fondo, algo está
fallando.
Después de cenar vuelvo a mi nuevo hotel nuevo
pero antes de subir me fumo un cigarrillo con Gino.
Gino es un gancho de restaurante y se hace el
ofendido si por error insinúas que es turco pues él es kurdo. Yo pienso, y así
se lo digo, que el suyo es un trabajo muy duro, estar en la calle con mucho frío
invitando a pasar al restaurante a todo aquél que pasa en más de una decena de
idiomas. Se trata de averiguar la nacionalidad a distancia. Rara vez falla. Si
entran a cenar, Gino se lleva comisión, pero la gran mayoría no le hacen ningún
caso. Así fue como lo conocí. Cuando él me invitó a pasar al restaurante yo le
pregunté por un hotel barato. Desde entonces cada vez que he entrado o salido
del hotel he parado un ratito a charlar con él. Su tema de conversación
favorito es el sexo y las mujeres, en este orden. Que si una vez había estado
con una madrileña, que si ella le decía que la hacía estar en el cielo. Intentó
convencerme de algo relacionado con las diferencias de los penes kurdos y los
penes españoles. Bueno, la palabra que utilizaba como se puede imaginar no era
pene pero su teoría se basaba en que el español se retiraba prontamente una vez
ha sido complacido, pero el kurdo en cambio seguía y seguía. Me pareció
ridículo entablar una discusión en sentido contrario. Plantado allí, a orillas
del Bósforo, Gino iba de ligón empedernido, había viajado a Irán y Cuba y me
habló de las mujeres de ambos países. Diferencias que no pienso citar.
Paso mala noche, apenas duermo y cuando lo
hago tengo pesadillas. Me levanto temprano pues debo tomar un tren a las nueve.
Nieva copiosamente. El primer día llovió a cántaros, el segundo granizó y hoy
nieva, hace tanto viento y los copos son tan gordos que mientras camino, si
abro la boca para respirar, la nieve se me mete dentro.
Es mi desayuno.
No hay comentarios:
Publicar un comentario