Mientras sigo pedaleando
mi estómago vacío y el hecho de no haber dormido casi nada la noche
pasada se alían entre sí lanzándome pensamientos lúgubres como
nubarrones negros.
Me siento débil, me han bastado unas pocas horas sin comer y otras pocas sin dormir para que mi moral se resienta.
Me siento débil, me han bastado unas pocas horas sin comer y otras pocas sin dormir para que mi moral se resienta.
Mucho rato después llego
a un café sin importarme estar perdido, es más me recreo con la
situación, pienso: al carajo, ojalá no me encontrasen…
Meriendo dos bocadillos
de salami picantes, bebo un refresco marca local y compro un paquete
de cigarrillos. Por animarme un poco. Cuando a la hora de marcharme decido preguntar por el
pueblo de mi albergue, resulta que estoy a escasos doscientos metros
del mismo.
Alucinante.
Y todo por chulear de
sentido de la orientación.
Toma.
Y no sólo eso, y lo
explico para los "aspirantes a semi-esquizofrénicos" que como yo creen en las
señales, el primer día voy andando de un pueblo a otro y en un
momento dado voy pensando en que me gustaría fumar, no sé porque lo
pienso en inglés y al segundo de pensarlo veo una caja de té en el
suelo, vacía, de marca clara y grande: Joint.
Me digo, qué fuerte, qué casualidad
y conforme pienso esto me adelanta un tío en una mobylette, en su
chaqueta negra y ocupando toda su espalda pone en grande y bien
clarito: Relax your mind…
Por la noche vuelvo al
mismo café y le pido al camarero un narguile de menta y naranja.
Me sienta bien sentarme
mientras humeo el planeta dejando pasar el tiempo.
Como el asiento que ocupo
está muy cerca de la puerta muchos de los que entran o salen me dan
la mano.
Sí, por la cara, sin
conocerme de nada ¿qué pasa? ¿no pueden ser amables?
OTRA MALA NOCHE
Una más, y dolor de
cabeza.
Para despejarme desayuno un
gramo de paracetamol y me subo a un autobús que me deja en Sidi
Youssef.
Almuerzo en el puerto, me
subo al primer taxi que pasa.
Me deja en Melita, donde
me tomo una gaseosa en un café lleno de jóvenes locales, -uno de ellos gritaba, fanfarrón:
¡Piano, piano s´arriva lontano!- en un intento de demostrar su conocimiento de idiomas.
Me subo a
otro taxi que me deja en la Zona Turística, llamada así, visito el hotel Cercine
y pregunto el precio de una habitación en primera línea para volver
con mi chiquilla en agosto -quince euros los dos.
Siesta, colada y ducha en
la frescura del hotel.
Cena de escalope picante
empanado, Internet, y a dormir.
Nada, no puedo dormir.
Hoy me da por repasar el
listado de fracasos sentimentales.
Alguien que cumple los
delicados cuarenta estando solo y mira hacia atrás obvio que
encuentra una más o menos larga lista de naufragios amorosos. Una pequeña pila de coches siniestrados y dados de baja, unos por avería, otros
por accidente, otros por viejos, todos desguazados.
Desconcertante si se
piensa que, en su día, llegaron a funcionar a la perfección, tan
bien como el mejor.
¿Nos enamoramos de
espejismos que son la otra persona y corremos en pos de ellos para
comprobar que allí donde creíamos había un lago de agua dulce y
profunda sólo hay una charca?. A veces sólo un desierto de
roca y arena. En el mejor de los casos con pozos y algún oasis. Los
hay que aprenden a querer a ese desierto y quedarse en él toda una
vida. Hay oasis que recuerdan el paraíso... Los hay que se la pasan intentando alcanzar un espejismo tras
otro -¿cazadores de espejismos?
Quizá nos enamoramos de ideales
no de realidades, por mucho que nos empeñemos en creer lo contrario.
El desencanto acompaña
en la cuesta abajo que se recorre entre la ilusión y la realidad.
Y aún gracias, porque
mientras tanto se está on
the road.
Otros en cambio se sienten como viejos cascos varados en la arena, desconchados y
llenos de herrumbre a los que un día, cada vez menos lejano, las
olas, que son el tiempo, acabarán borrando sin misericordia
cualquier rastro de nuestras singladuras, incluso las más gloriosas.
Mahfuz, en “La
azucarera”, uno de mis libros en este viaje, hace un símil del
amor con la comida. Dice que en los enamorados primero surge el deseo de
comerla, después el gusto de saborearla, la saciedad de quién ha
comido, más tarde viene la digestión, y cuando yo ya me pongo
escatológico, el maestro, en su sabiduría, dice que entonces es el
tiempo de saber transformar todas esas células y distribuirlas por
todo el cuerpo para su asimilación total.
Una mañana de sol y
viento cálido que apenas riza la superficie de cristal de este mar
dormido me subo otra vez al barco en dirección al continente.
A la una del mediodía ya
estoy subido en una furgoneta que va de Sfax a Gabes con otro puñado
de viajeros, comparto el asiento delantero con el chófer a un lado y
un hombre con muletas al que se le está retorciendo y engarrotando
todo el cuerpo poco a poco al otro. Pese a ello, o quizás por ello,
o inclusive, sin tener nada que ver con ello, el hombre de las
muletas es tremendamente alegre y dicharachero, mucho más que
cualquier otro pasajero de los que vamos en la furgoneta, y no cesa
de parlamentar y bromear en todo el viaje.
A mí me da una lección
de vitalidad.
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