Dejo el tren medio dormido, no son ni las seis
de la mañana.
Es aún noche cerrada y el frío y las taquillas
de información que permanecen cerradas me animan a quedarme en el subterráneo
de la estación donde hay algunos chiringuitos abiertos. En uno de ellos cambio
un poco de dinero, casi lo justo para desayunar, en otro me pido un té.
El garito es acristalado y me sirve para
entretenerme viendo pasar la gente que viene o va. Lo he elegido también porque
es donde más gente hay, así que todas las mesas están llenas cuando un hombre
con gorro llega a la mía y me pregunta si puede sentarse.
-¿Rumano, italiano?
- No, español.
- Ahh ¿Real Madrid o
Barcelona?
Es un zíngaro, lo sé porque se lo pregunto, unos
cuatro o cinco años más joven que yo. Vive en las montañas a ochenta kilómetros
de Sofía, es percusionista y tiene cuatro hijos. Es conversador, lleva gorrito
negro y un brazo escayolado, hablamos en una especie de italiano, pues él
anduvo por gran parte Italia tocando música hasta que lo echaron, deja
entrever. Hablamos de la
situación internacional, de Berlusconi y de los escándalos de su desenfrenada
vida sexual. Está bebiendo algo que no sé qué es, así que me ofrece un sorbo,
está muy bueno y caliente, sabe a sopa de pollo.
El zíngaro se levanta y se marcha. No me ha
aceptado ni un cigarrillo, yo si he probado los suyos. Me levanto y pido, no
sin dificultad, que me den otro de lo mismo que mi compañero de mesa estaba bebiendo.
La mujer llena un vaso de agua muy caliente, arroja dentro una pastilla de
Avecrem y me lo da. Sorprendido, apuro su contenido hasta el final.
Ya empieza a clarear y cada vez más gente
trasiega por la estación pese a ser domingo temprano.
Salgo del garito y me timan por primera vez en
el viaje. No está mal teniendo en cuenta que empecé ayer. Escribo en mi
cuaderno de notas:
Sofía, Bulgaria 8 A.m. Me timan 2´40 euros.
No es
un gran timo, lo reconozco, pero me cabreo. Todo ocurre de la siguiente manera,
tantas batallitas para acabar cayendo como un niño, después de una serie de
circunstancias me decido por el autobús para ir a Estambul y un tío me acompaña
a cambiar dinero y a sacar el billete. Este es mi primer error. No debería haberle
dejado pero lo hago, es muy cómodo que alguien te lleve casi de la mano a un sitio
que no tienes ni idea dónde está. Segundo error, el tío me pide dinero para
cambiar y yo se lo doy. Así explicado parezco un pardillo pero hay que ponerse
en situación, yo estaba a su lado ¿qué le podía pasar a mi dinero si yo estaba
allí mismo, mirando? Cambia el dinero y no me lo da. Tercer error. Se lo pido,
insisto, pero mientras lo hago llegamos a la oficina de venta de los billetes
del autobús que era vecina directa de la del cambio. Compramos un billete de
cincuenta pero camino de la estación de autobuses calculo que hemos cambiado
cincuenta y siete. El tío con el billete de autobús en la mano me acompaña
hasta la estación que está justo enfrente que la de tren. Cabreado, pues ya me
he dado cuenta de todo le pido que me dé mi billete y mi dinero. Aparece un
tercer hombre, le cuento la historia ya amenazando con la policía, el tío me da
el billete y dos de los siete que tiene míos de cuando el cambio. Se queda con cinco
y encima tiene el morro de pedirme más. Me enciendo, el timador se marcha
mientras le grito que me dé todo mi dinero. Cinco equivale a dos euros y medio.
No es dinero y hasta es posible que yo mismo se los hubiera dado de propina por
su “trabajo” pero me mosquea que se lo haya quedado a escondidas. Con mal sabor
de boca me meto en la estación de autobuses donde me topo con la policía, no
les digo nada, no me importan los dos euros, me importa mi orgullo herido.
Me pongo a escribir el timo a ver si se me
pasa y me desahogo, escribo sobre mí mismo: Gilipollas.
Después, frío y más frío. En las calles de
Sofía no hay nieve pero la helor aprieta. El termómetro del autobús marca cero
grados, es un bus de última generación con una pantalla en cada uno de los
asientos, dos chóferes y una azafata que reparte entre los seis pasajeros que
somos café, té, un bizcocho y un vaso de agua empaquetado. Antes de subir les
había dicho a los chóferes que yo también he conducido autobuses en España pero
no obtengo la complicidad buscada.
Lo poco, lo muy poco que he visto de Sofía
desde la ventanilla del bus, lo siento pero de bonita nada. Curiosa en algún
caso y eso siendo positivo. Tal vez es porque aún me dura la irritación. Ya
fuera de la ciudad lo que se ve es la autopista con charcos y canales helados a
su vera. Al fondo montañas con nieve. Naturaleza gris a la espera de una ya
cercana primavera. Atravesamos pueblos de casas bajas con imágenes de
fallecidos en casi cada una de ellas, en sus puertas cuelgan crespones negros
al lado de las fotografías de los difuntos. Hacen que parezca que Bulgaria
entera esté de luto.
Sudeste de Bulgaria, llanura, más verde, más
gris. Unas horas más tarde estamos en la frontera con Turquía.
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