El centro de Alex también es ciudad mercado,
con sus calles agrupadas en gremios. Me sorprende ver una calle dedicada en
exclusivo a tiendas que venden perchas, otra dedicada a la venta de escobas de
todos los modelos y colores, ¿Tantas perchas se venderán? ¿Tantas escobas?
¿Cómo para mantener unas diez o doce tiendas puestas una al lado de la otra?
Hay otra calle dedicada a la carga y descarga de camiones, en ella se dan cita
los grandes con los pequeños, ver trabajar a los porteadores es todo un
espectáculo –siempre y cuando uno no esté involucrado-
Cuando me canso de tanto ajetreo me siento en
su malecón y miro el mar. Lo hago en lo que yo creo es su centro, al lado del
hotel Sofitel Cecil, me siento bien apalancándome aquí, atardece y los reflejos
de las luces de la ciudad refulgen en el agua de su bahía. Huele a salitre y
puerto.
Veo pasar la gente y me doy cuenta cada vez
más que las alejandrinas son mujeres bastante exuberantes, van bien abastecidas
tanto por proa como por popa, disculpadme el símil marinero tan propio de esta
ciudad.
Cuando me canso de descansar me voy de compras
y a cenar algo. Me hacía mucha gracia comer la missalet, que es como una especie de gran pizza familiar que entra
muy bien por los ojos, pero sólo parece que la venden en tamaño xxl y yo no
quiero comprar comida para las próximas semanas. La gente muy amable, abierta,
me pregunta de todo, enseguida convierten la conversación en una suave
envoltura en la que hacen que te sientas bien, todo ello con mucha gracia, con
mucho cachondeo.
Una tarde la dedico a ir de compras.
A mi hija le compro unos muñecos de colores
muy vivos, regateo por supuesto, y para mí me compro unas gafas de sol, cuestan
sesenta céntimos de euro.
-Son de cristal francés- y el
mismo vendedor no puede aguantar su risa
ante la mía.
-Sí, como el tren al Cairo…
Me siento a fumar sisha en un cafetín cutre de
barrio enfrente de donde cargan los camiones. Los clientes, jóvenes y mayores,
conforme van perdiendo su timidez se van sentando a hablar tranquilamente
conmigo. Al final reúno un pequeño corro en torno a mí. Son alegres, agradables
y algo alocados. Todos, como en toda la ciudad durante estos días, piensan que
soy marinero, después los temas principales de conversación son el fútbol y las
mujeres. A alguno se le nota bastante bravo y seguro que no todos se dedican a
oficios legales, me tantean pero al ver que no me arrugo me tratan muy bien.
Hay uno, joven, colorado y con cuello de toro,
que me habla sobre las virtudes de ser musulmán, al rato me habla de alcohol,
le recuerdo las virtudes, se ríe por lo bajini.
En un momento dado otro
chaval saca un móvil y me dice que está llamando a un amigo suyo que sabe
español, de pronto me veo hablando por teléfono con un tío que no sé quién es.
Hablamos un buen rato, había vivido en Barcelona, me pregunta si soy marinero,
me habla de chicas.
Después
de tres pipas a una libra egipcia cada una, una gaseosa y dos horas de
conversación con la peña, me levanto, me despido y me voy.
A la mañana siguiente voy a
desayunar a una chocolatería de lujo, se autodenomina Pastisserie Confisserie
Chocolaterie Salon de Thé Delices y fue inaugurada en 1922 y se encuentra en
los bajos de la pensión donde duermo. Pido un pastel de chocolate y un té con
leche, que cuesta unas ocho veces más que en la calle. El local está impecable,
es de techos casi infinitos, no creo que haya sufrido reformas sustanciales
desde su inauguración, conservando una elegancia y una exquisitez de principios
del siglo pasado. Hay un chaval dedicado exclusivamente a que el cliente no
tenga que abrir la puerta –aunque una cadena de comida rápida situada en plena
plaza Tahrir de El Cairo también lo tenía- y la camarera es una monada, una
belleza extraordinaria con unos clarísimos ojos gris azulados que cada vez que
se acerca a mi mesa me dice susurrando: excuse me.
Casi el paraíso.
Y encima se puede fumar.
¡Libertad!
Por la tarde me voy al cine y me tengo que
salir a los tres cuartos de hora y eso que yo tengo un estómago bien ejercitado
en digerir todo tipo de películas, soy capaz, por ejemplo, de ver dos largas
películas indias sin pestañear e incluso gustarme, así que podéis imaginar cómo
sería esta para tener que salir huyendo. El espectáculo ha estado más en el patio
de butacas que en la pantalla pues ha surgido una bronca muy árabe – de ésas
que parece que se vayan a matar y hay muchos gritos pero luego no llega la
sangre al río- entre dos chavales y una mujer, en la que los dos primeros han
acabado expulsados de la sala.
Marcho para que me dé el aire a “mi lugar”
junto al mar situado en el centro de la rada de Alex. Aquí hay un monumento
perteneciente a la marina egipcia y que juraría dedicado a los caídos. A las
doce del mediodía se puede ver un cambio de guardia compuesto por dos soldados
entrantes y dos salientes que ejecutan una serie de movimientos, aquí iba a
escribir marciales, pero lo curioso del tema es que no lo son mucho, sino que los
hacen mas bien desganados, y –no importa la gente que los estemos mirando- charlando
entre sí, bromeando y girando la cabeza. Me parece maravillosa esta falta de formalidad,
y me gusta mucho más que la rigidez militar. O mejor aún, lo que me gusta es
precisamente esa informalidad dentro de la rigidez castrense.
En otra ocasión estoy en un sótano en
Internet, al lado de las universidades y cerca de la famosa biblioteca de
Alejandría, cuando por las escaleras cae rodando un hombre al que un grupo de
personas le están dando de ostias. Una paliza terrible. Le vuelan las gafas
hechas añicos, se mancha de sangre su camisa, llora y grita implorando piedad,
se lo llevan a un local vacío del mismo sótano para retenerlo allí. Pregunto a
tres personas distintas para saber qué pasa. Obtengo tres respuestas
diferentes. Al rato sale el hombre por su propio pie y se marcha. Lleva la cara
hinchada pero lavada. Me parece la triste y pateada víctima de un error.
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