Estoy cansado de ir a los
lugares más turísticos pero mi padre me dijo que no me perdiera el templo de
Karnak y uno de los últimos días decido visitarlo.
Me levanto temprano pero cuando llego a la
puerta hay ocho autobuses de turistas estacionados. No está mal, por la
extensión del aparcamiento caben muchos más. La edad media de estos viajeros es
de 135 años. La mayoría nacieron cuando Tutankamón era cabo, si bien esto no es
ningún pecado, ni delito, ni falta. En fin, más vale tarde que nunca.
La famosa y muy filmada sala de las columnas
me parece como un gigantesco libro. Por toda su superficie, paredes, vigas,
columnas, hasta en el último rincón, hay miles de jeroglíficos contando cientos
de historias. Los que hay justo debajo de las vigas todavía conservan sus
colores primigenios. Me vienen los mismos pensamientos que en Palmira, si ya es
portentoso para el hombre actual acostumbrado a haber visto millones de cosas,
cómo tendría que serlo para los antiguos.
Pese a la gran variedad de historias los
turistas son irremediablemente llevados hacia una esquina. Los guías, hablando
alemán, japonés, inglés, etc. saben que les gustará esta historia. ¿Por qué?
Atención a la palabra clave, la que más nos interesa y atrae a los occidentales
después de la palabra dinero: Sexo. En la pared hay una enorme figura con un
gran miembro viril en su máximo esplendor. Todos, cualquiera que sea su
nacionalidad, no pueden dejar de fijar su atención mientras se oyen murmullos
de exclamaciones y risitas nerviosas. La historia que relatan a los turistas va
sobre la fertilidad del dios Amón, sobre guerras y sobre mujeres preñadas todas
a una.
El templo de Karnak está hoy en día
fuertemente custodiado por hombres con metralletas, tanto de uniforme como de
paisano. No quieren que se carguen más turistas. En los últimos años van ya
unos cuantos.
Un guardián de una zona en obras me lleva a
visitar una colorida capilla cerrada al público por dos puertas con candado. Me
dice que no quiere dinero y cumple su palabra. Yo desconfiaba porque ya me
había dado cuenta que algunas zonas del templo, pocas, estaban custodiadas por
oportunistas que piden dinero extra a los turistas después de enseñarlas. Este guardián además de no
pedirme dinero debe ser muy devoto pues no para de decir Alá ua Akbar, y yo
también lo digo al ver que lo ha hecho desinteresadamente.
Cuando nos despedimos, un zorro de grandes
orejas nos mira fijamente entre las ruinas. Al rato da media vuelta y se
adentra en el desierto.
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