Me
levanto para tomar un tren que me llevará hasta Sfax.
En la recepción del hotel no me quieren
reservar una habitación para mi día de vuelta.
Me dicen que esperan un grupo.
Sólo consigo un Insalá.
Un “si Dios quiere” deja la puerta abierta a
cualquier cosa.
Es perfecto para cuando uno no sabe o no
quiere comprometerse, nadie se atreve a cuestionar la infinita voluntad divina.
Caminando bajo un dulce sol primaveral norteafricano
me pregunto que clase de grupo tendrá los santos cojones de alojarse allí –me
imagino un grupo de deportados etíopes o algo así- y es más, me inclino a pensar
que es una decisión que ha tomado el patrón ya que temo no ser un cliente
demasiado rentable; regateé con contundencia el precio de mi habitación al
llegar.
Si esto fuera así, se equivocan, ya que para qué tener una habitación
vacía pudiendo ganar algo; éste siempre es uno de mis argumentos de regateo en los
hoteles.
La chica que expide los billetes del tren me vende uno con una enorme
sonrisa.
No sé porque escasean las sonrisas a mí alrededor
últimamente.
No sé si es por el paso del tiempo, no sé si
porque yo voy siendo más mayor, no sé si es porque yo mismo olvido sonreír.
Tal vez sea esto último.
¿Usted sonríe mucho y encuentra correspondidas
sonrisas? ¿Sí?
Entonces mea culpa.
El tren va a tope. Consigo sentarme en el
descansillo encima de mi bolsa. Paso más de cuatro horas así. Más tarde me
enteraré que hoy empiezan las vacaciones de primavera de los millones de
chavales y chavalas del país.
Llego a Sfax.
Si alguien me pregunta si lo poco que yo he
visto de esta ciudad me parece bonita... silbaré y miraré en otra dirección.
En
su descargo puedo decir que apenas la he visto.
Me pido un bocata de escalope de pollo
picante. La chica que me lo ha de preparar se muere de risa ante mi patético y
desvergonzado árabe.
Comparto mesa (sólo hay una) con un tunecino y
un chaval de Guinea Conakry. El primero me presenta al segundo como un buen
jugador de fútbol que quiere jugar en Europa. Mezclamos francés, inglés y
árabe. Cuando la conversación común languidece, ellos siguen con la suya.
Versa sobre que el tunecino tiene un amigo que
por una cifra astronómica de varios miles de euros le consigue un visado para
Europa. El guineano está muy interesado y le cose a preguntas.
Me
preocuparía el posible tangazo al guineano si todo esto no fuera apenas más que
un juego, como una pantomima. El tunecino hace creer al guineano que no hay
trampa ni cartón, y el guineano hace creer al tunecino que puede tener el dinero
para negociar.
Los dos conocen el teatro del otro, no son
tontos, pero siguen con la función.
Como mínimo es curioso. Están tanteándose, y
es posible, me temo, que no tengan otra cosa mejor que hacer en estos momentos.
Los dos son amables conmigo, el tunecino me dice
antes de irme el precio máximo que debo pagar al taxi para llegar al puerto, y
el precio exacto del barco.
Cuando me marcho le dice al guineano:
-Escucha, a ver si aprendes
árabe, hasta el cristiano lo habla.
La chica vuelve a reír,
pensando:
-Hombre, tanto como hablarlo…
¿O eso lo pensé yo?
No, lo que pensé fue:
-El cabrón éste además de
quererle sacar la pasta le intenta dar lecciones…
Cruzo la avenida hacia un kiosco de tabaco.
-Un paquete de Malboro por
favor.
-¿Argelino o nacional?
-¿Cuánto vale el argelino?
-La mitad del nacional.
-Argelino
Me gusta el contrabando.
Yo no soy noruego.
Mi intención es parar un taxi que me lleve al
puerto donde embarcar rumbo las islas Kerkennah y así lo hago.
No hay comentarios:
Publicar un comentario