Las mujeres de Alepo me parecen
arrebatadoramente guapas. Las hay desde la que va totalmente tapada y de negro
hasta la que viste casi como el modelo occidental, siendo las más abundantes
las que combinan pañuelo musulmán y ropa ceñida. Son muy blancas, de una
palidez extrema y todas, sin excepción, cualquiera que sea su grado de
blancura, se maquillan con unos polvos blanqueadores dándose en sus ojos y
labios otros colores suaves combinados siempre con gusto exquisito, sin
estridencias. Sus ojos, como los de casi todas las mujeres árabes, son su
fuente de comunicación, expresivos, suelen ser muy negros de largas pestañas, y
llevan buen cuidado en usarlos como es debido, pues aquí una mirada sostenida
un segundo más de la cuenta puede significar muchas cosas o ser malinterpretada.
De ademanes muy femeninos, siempre van perfumadas de dulces aromas, y, lo
aseguro, no les hace falta enseñar casi nada para ser bonitas y seductoras. Mucho
menos ponerse pechos de plástico, goma en los labios o carne de no sé muy bien
dónde en su traseros, para ser bellas.
Cuando paseo por Alepo escucho continuamente,
entre las llamadas a la oración y el rugir del tráfico, la más que trasnochada melodía
de la lambada. Ando preguntándome cómo es que todo el mundo la lleva en su
móvil cuando al final me doy cuenta de lo que pasa, la lambada es la
señalización acústica de la marcha atrás de cierto tipo de camionetas que la llevan
incorporada.
Mientras esté en tierras donde, además de la
lambada, pueda oír la llamada a la oración me siento bien. La llamada a la
oración de las mezquitas, va variando de estilo a lo largo de todo el mundo
islámico. Desde el canto directo, casi gritado y sin demasiadas entonaciones de
los países del Magreb hasta los sofisticados, complicados, y llenos de
recovecos de países como Malasia, el sirio se encuentra, al igual que en la
geografía, a mitad camino. Es muy bonita, cantada sin ser puro grito, pero
tampoco rimbombante, ni pretenciosa.
Los hammam, los baños árabes, también varían
dependiendo del país. Una tarde decido probar uno en Alepo cuya particularidad
está en que tiene una piscina dentro de él. Me gusta tanto que me cuesta salir
de ella, la comparto con tres chavales cuya curiosidad parece no tener límites.
Como me preguntan casi todo lo que se les antoja yo hago lo mismo. Me dicen que
tienen diecinueve años, no se lo creen ni ellos, catorce, quince y gracias. Uno
me dice que ya ha hecho dos veces el Hadj, el peregrinaje a la
Meca. Los chavales quieren parecer mayores,
quieren parecer hombres, en cambio he visto en muchos hombres hechos y derechos
comportamientos casi infantiles, como si al haber conseguido alcanzar la
madurez se relajasen y entonces quisieran recuperar aquello que trataban tanto
de disimular.
Cuando salgo del hammam quiero volver por otro
camino, me desoriento y me pierdo. Le pregunto a un chaval, éste sí, de unos
veinte años, le pregunto por la torre del reloj y el Sheraton pues mi hostal
está en el barrio de detrás, no sé si me entiende pero se viene conmigo, como
cada vez que he preguntado una dirección el aludido me ha acompañado un buen
trozo, creo que éste está haciendo lo mismo. A la media hora de caminata empiezo
a dudar de que sabe a donde vamos, a la hora ya no me cabe ninguna duda. No
quiere nada, no es un cazaturistas, ni un gañán, es sólo un chavalín que quiere
pegar la hebra con un extranjero. Decido buscar el sitio por mí mismo, él se
viene detrás. A la hora y media ya no sé cómo quitármelo de encima y me pongo
desagradable, consigo deshacerme del pesado metiéndome en un cine.
Es un cine, sorpresa, erótico. Jamás lo
hubiera pensado aquí en Siria. He visto entrar despampanantes chicas rusas en night-clubs
pero jamás imagine aquí un cine así. Y desde luego los carteles de la puerta no
aventuraban nada por el estilo. No es un cine porno, no está dedicado ni lo más
mínimo a las habituales actividades propias de nuestros cines porno, ni emite
porno. Es exactamente un cine erótico. Un cine dónde hombres que no paran de
fumar consiguen ver en unas terribles películas americanas de acción algún
culillo o alguna tetilla y eso de tarde en tarde. Yo duermo un rato.
Después voy a cenar, el hombre que sirve los
mejores kebabs de Alepo ya me reconoce y me da un trato preferencial. Me gustan
sus kebabs porque los plancha por ambos lados dejándolos crujientes. Uno de
pollo de los grandes cuesta medio euro, los hay de varios precios, cuánto más
barato menos carne, hasta llegar al vegetariano. Me gusta sentarme y adivinar
el que va a pedir cada uno de la numerosa clientela.
Cuando voy a dormir encuentro
por la calle una japonesa que me pregunta por el hostal dónde me alojé la
primera noche. Decido explicárselo a la manera siria, es decir, acompañándola
hasta la recepción. Allá donde fueres haz lo que vieres.
El manager me reconoce y yo le miro como
diciéndole, sin rencores, tu hostal no es bueno para mí pero te traigo hasta
clientes, papanatas.
La mañana en que decido
marcharme me despierto y tengo a una eslovena muy atractiva tumbada en la cama
de al lado. Me dice que viene del otro hostal, y sin yo decirle nada me cuenta
que no le gusta por razones parecidas a las mías. Tiene treinta y ocho años y
estudia árabe en Damasco. Ella acaba de llegar, yo tengo que irme.
Le pregunto al chaval del hostal, al
constipado, sobre la estación de autobuses, y me acompaña hasta ella, por
supuesto.
El día anterior le pregunté como podía enviar
a España seis pastillas del famoso jabón de Alepo, pesaban, y a mí me gusta ir
ligero, y claro me acompañó hasta la oficina de correos. Allí comprobé que
valía más el envío que el jabón. Cargaré los seis jabones todo el viaje, ellos
solos ya constituyen la mitad de mi equipaje.
Más tarde visito el Hotel Baron, aquí durmió
nada menos que Lawrence de Arabia, el
presidente americano Rooselvet, el aviador Charles Lindbergh, el primero que
cruzó el atlántico del tirón, Attaturk padre de la Turquía moderna, Agatha
Christie, Lady Louis Mountbatten, Gagarin y Charles de Gaulle, entre otros. No
entro en el hotel pero estoy seguro que al menos por fuera no ha cambiado un
ápice. No dudo que sea bueno, pero lo que está claro es que la confidencialidad
con su clientela no es su fuerte.
Sólo debe haber una cosa en Siria aún más baja
que sus precios, el salario de la peña.
He ahí el problema.
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