Hama es una ciudad del centro de Siria con
diecisiete bonitas y viejas norias de madera a lo largo de su río. La más
grande mide veintiún metros de diámetro y fue construida en 1361. Hama también
es famosa por su exquisito queso dulce llamado Jalauet Yeben.
Bajo en una estación de autobuses en las
afueras, pregunto cómo llegar al centro a dos chavales. Uno me da su teléfono,
y el otro me dice que es del Real Madrid. También me dan instrucciones precisas
consistentes en salir a la avenida, parar cualquier microbús que pase, y
subirme a él. Así lo hago y cuando ya estoy dentro, como no sé cuánto cuesta, doy
una moneda de muy poco valor pensando que entonces me dirán cuánto es. No lo
hacen, y en vez de eso me devuelven unas moneditas aún más insignificantes.
En Siria uno puede bajar la
guardia en ese sentido, la probabilidad de que te toque alguien honrado es
altísima.
Esta ciudad fue arrasada bajo un intenso
bombardeo en 1982. Algo parecido a lo que sucederá poco después de este viaje
en la ciudad de Homs. De vez en cuando, no sé bien porqué razón, el gobierno
sirio se cabrea y machaca una de sus ciudades, dejando miles de muertos.
No sé dónde debo bajar, en un cruce de calles
el conductor me dice que me baje aquí, y yo le hago caso.
Entro en un par de hoteles pero me parecen
caros, finalmente llego al Hotel Ryad. Negocio algo duro con el manager, no quiero
seguir buscando y consigo habitación por seis euros la noche pero a él no le
sienta muy bien el regateo. Como castigo me manda a una habitación en la
azotea, debe de ser de algún empleado, el mismo que al ratito llama a mi puerta
para sacar sus cosas del cuarto. Me gusta la habitación, tengo toda la terraza
para mí solo y puedo fumar y leer con la puerta abierta sin que nadie me
moleste.
Hama es una ciudad comercial llena de zocos y
zonas de tiendas agrupadas por gremios. La calle que más me gusta es donde se
vende oro. Al anochecer entre las luces de los escaparates y el refulgir del
oro aquello parece navidad pero a lo Alí Babá.
También me gusta la zona de
las pescaderías. En plena calle tienen los estanques con los peces vivos, no
son pequeños, y de vez en cuando pegan coletazos que salpican a los
transeúntes. Los más atrevidos saltan fuera del agua y se quedan boqueando en
medio del tráfico, los peces digo, entonces el pescadero corre hasta él, y lo
sumerge de nuevo.
Paseo por un parque pegado al río, una mujer y
un niño pequeño miran la pelota que se les ha ido por detrás de la valla al
terraplén del cauce. El niño llora. Aquí estoy yo. Me adentro en unos
matorrales, por donde piso no está muy claro que haya suelo. Se congrega una
pequeña multitud, me dicen cosas en árabe. Tranquilos, no pienso acabar en el
agua cenagosa. Rescato la pelota. La mujer me da tímida las gracias y me
sonríe. Me siento bien. Qué chorrada.
Ante la expectativa de cenar mi kebab número
trescientos ochenta y cinco decido ir a un buen restaurante, y aunque para mí
alcanza esta definición casi cualquier local que no sea el típico chiringuito
callejero, éste es grande, tiene una fuente en medio, con espantosos arabescos
de escayola y vistas panorámicas al río
y a una de las más bonitas norias.
Llevo mi elegante cuaderno de notas comprado
en Alepo y un bien carrozado bolígrafo por lo que lo dejo todo a mi lado como
si fuera un crítico de cocina. De vez en cuando escribo esto que estoy escribiendo
y me hago el interesante con una lejana esperanza de que me crean crítico y
cene mejor y/o gratis.
Me la meten. La cena ha consistido en lo mismo
que ponen dentro de un kebab pero estirado en un plato y al triple de lo que
costaría por ahí. Si de verdad fuera crítico los empapelaba.
Al día siguiente me voy a echar un vistazo a
las norias. Desayuno el famoso queso dulce en el más famoso de los sitios donde
lo venden llamado Alfimia. Está buenísimo, me parece excelente, es un queso
dulce con textura casi de la nata y enrollado en una masa como la de nuestros
pasteles espolvoreada con una mezcla de algo que no sé muy bien qué es pero me
parece pistachos, almendras y azúcar, o algo parecido. No es muy dulce, no
empalaga, y tiene un sabor fino y delicado.
Las norias, de madera, aunque no son movidas
por el agua encharcada, guarra y de un nivel demasiado bajo, se siguen moviendo
después de tantos siglos. Lo sé porque veo moverlas a los niños que juegan en
ellas, uno de ellos se queda con un trozo de patrimonio de la humanidad en su
mano al romperse mientras se cuelga haciendo el mono.
En otra de ellas veo a un grupo de españoles,
llevan un guía que les da unas detalladas explicaciones, me acerco sin decir
nada a hacer oreja. No transcribo aquí lo que dijo, el que quiera saber ese
tipo de cosas que lo lea en otra parte, o que las visite con guía.
Al final de la charla le agradezco la
explicación, los españoles se sorprenden. Vienen de Damasco.
-Hombre, un español- Me dice uno con chaleco
de explorador.
-Sí, de Valencia. ¿Y vosotros?
- Somos madrileños.
-Oye tú, que te vas a perder la cremá.
-Oh, no pasa nada, he visto ya unas cuantas.
- ¿Y vas solo?
- Pues, sí.
-Vaya, qué valiente- dice una mujer.
- Qué va, ya lo veis, es fácil moverse aquí,
los sirios son encantadores, amables, te ayudan en todo.
El guía me mira, sonriente y orgulloso,
mientras nos despedimos.
Mañana me voy de aquí, a
Palmira, voy rápido, qué más da…
No hay comentarios:
Publicar un comentario