Las fronteras en sí no me gustan demasiado, por
no decir nada, y eso que algunas son fuertes y provocan recuerdos detallados
aunque haya pasado mucho tiempo, lo que no está del todo mal. Las zonas y las
ciudades fronterizas sí me gustan, suele existir una agradable sensación de
movimiento y temporalidad.
Yo
todavía no lo sé porque hoy no es mañana, pero en el futuro veré que salgo de
Siria justo el último día antes de los disturbios que impedirán la entrada de
extranjeros al país, y que provocarán un chorreo constante de muertos y heridos
durante los próximos meses desembocando en una cruenta guerra que hará que quede ridícula cualquier descripción hecha en tiempo de paz.
He cometido dos errores, el primero ha sido
perder unos papeles que debo presentar a la salida de Siria, no pasará nada
pero me hace ir hacia la frontera con un resto de inseguridad pululando por mi
estómago. El segundo ha sido coger un autobús, quinientas libras sirias, en vez
de una plaza en un taxi colectivo que apenas cuesta más, seiscientas libras.
Esto me hará esperar cuatro horas la salida del autobús en la estación de
Damasco y un par de horas más en la frontera. En cualquier caso sólo tenía
quinientas setenta libras para salir de Siria, así que con los setenta
restantes he podido almorzar. Está bien así, de tiempo voy algo más sobrado que
de dinero.
Me como la espera con buen humor ya que de buena mañana una inglesa, rubia, bonita, guapísima, que dormía en nuestra habitación comunitaria me ha dado un inesperado y dulce abrazo como despedida. Qué bien olía. Y después, un chaval que trabaja en el hostal me ha acompañado hasta el autobús de línea que me tenía que llevar a la estación y pese a haberme dicho que cobraba una verdadera miseria incluso para Siria cuando hemos llegado a la parada me ha querido pagar el billete, a lo que por supuesto, me he negado, él ha sido todo amabilidad.
Me como la espera con buen humor ya que de buena mañana una inglesa, rubia, bonita, guapísima, que dormía en nuestra habitación comunitaria me ha dado un inesperado y dulce abrazo como despedida. Qué bien olía. Y después, un chaval que trabaja en el hostal me ha acompañado hasta el autobús de línea que me tenía que llevar a la estación y pese a haberme dicho que cobraba una verdadera miseria incluso para Siria cuando hemos llegado a la parada me ha querido pagar el billete, a lo que por supuesto, me he negado, él ha sido todo amabilidad.
En el autobús Damasco-Aman son todo árabes
menos un japonés y yo. Hago amistad con él en la frontera donde se toman fotografías
del iris del ojo de los viajeros, a modo de huella dactilar. Se llama Shatoshi,
tiene poco más de veinte años y está, como muchos otros japoneses, en su viaje
de juventud alrededor del mundo. He encontrado muchos como él, al parecer dan
la vuelta al mundo cuando acaban de estudiar antes de sumirse en el estresado
mundo laboral nipón de una semana de vacaciones al año. Cuando les pregunto por
qué no viajan a lo largo de los años me comentan que nadie los contrataría de
encontrar en su currículum espacios temporales no dedicados al trabajo, cuando
les digo que mientan en el papel, me ponen cara de estar viendo un marciano y
me dicen que eso no es posible. Se justifican explicándome que en su cultura el
individuo piensa en la colectividad por encima de los intereses personales, les
digo que su pensamiento puede cambiar mucho a lo largo de un gran viaje, les
comento que puede que después de tanta libertad cabe la posibilidad de no
adaptarse luego a su rígido sistema, no lo saben, aún no les ha llegado ese
momento porque cuando me los encuentro están siempre dentro del viaje, todavía.
El índice de suicidios en Japón es alto, por decirlo de alguna manera.
Suelen ser tipos resistentes, algunos y algunas
de ellos incluso mucho. Uno puede haber sufrido lo indecible para llegar
cansado, sudoroso y maloliente a un lugar que creía remoto y encontrarse allí con
una japonesa casi impúber, impecable, imperturbable y con una blusa recién planchada
y de un blanco nuclear.
Shatoshi, sin ir más lejos, me cuenta mientras
cenamos en la capital jordana un ataque sufrido con machete en Kenia durmiendo
en su tienda de campaña, la cual acabó de arriba a abajo rajada a base de machetazos
mientras él estaba dentro. Hubo varios heridos graves pero en vez de cagarse en
los pantalones y volver a su casa como hubiera sido lo más normal en éste su
primer viaje, Shatoshi, impresionado pero impertérrito, no alteró un ápice su
recorrido.
Dormimos en Aman en el hotel Torwadah, una habitación para cada uno por algo menos de seis euros con cuarto de baño, televisión, moqueta y otro poco de olor a humedad. El gerente, amablemente, nos deja usar Internet gratis y cuando venimos de cenar, nos quiere invitar a cenar de nuevo en una mesa en la que está sentado con otros tres comensales, aceptamos algo por no quedar mal, Shatoshi se retira pronto, y yo me quedo charlando y viendo la tele con el gerente y sus amigos o clientes que resultan ser policías de paisano. Por sus emisoras van sonando los altercados nocturnos de Aman. En la pantalla, una vez más, Libia, Gadafi y sus crecientes problemas. Más tarde vemos fútbol, cómo no.
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