Al microbús de Aman a Petra
subimos entre otros pasajeros algunos extranjeros, un servidor, mi amigo
japonés Shatosi, un holandés errante que ya me había encontrado en Damasco, un
australobritánico llamado Kent y varios jóvenes con pistolas en los riñones. Es
bastante frecuente en Jordania ver jóvenes de paisano con pistolas, cuando
pregunto por ello no me queda claro del todo pero al parecer son una especie de
colaboradores en la seguridad nacional. A mí me parecen colaboradores a todo lo
contrario, los veo demasiado chiquillos.
Una vez en Petra vamos al famoso hostal de
mochileros llamado Valentín Inn.
No lo recomiendo en absoluto, si vais allí
buscad otro.
Me levanto muy temprano para visitar Petra, la
famosa ciudad antigua esculpida en la piedra de las montañas. Bajo andando todo
el pueblo nuevo a pie mientras empieza a clarear. Preparo los cincuenta y cinco
euros que cuesta la entrada para un día. Los jordanos o mejor dicho, su
gobierno, se han cansado de hacer el tonto, y se sumergen en la ley de la
oferta y la demanda, esto se ha hecho tan famoso y viene gente de tantas partes
que los precios suben y suben. Y cuantos más altos son, menos vende la gente
que hay buscándose la vida dentro y fuera de la vasta área, pero no nos
adelantemos, aún no hemos entrado.
Si alguien no quiere pagar puede colarse pero
hace falta un mínimo de saber andar por la montaña, y tener en cuenta que no es
difícil ser pillado dentro sin entrada,
especialmente en los puntos más
conocidos hay gente de paisano dedicada a ello. No veo ningún impedimento moral
a la hora de no pagar en este caso, los ingresos que ocasionamos los turistas
con nuestras entradas no repercuten en la población ni en la conservación de
las maravillas. La mayoría de las cuevas más accesibles están llenas de basura,
botellas, plásticos, fundas de sacos, excrementos y orines animales y humanos.
Las montañas y los cañones no están nada mal pero para ser justo evaluando el
paisaje diré que cualquier parte montañosa y desértica del norte de África no
tiene nada que envidiar a éstas.
Lo excepcional del lugar está en sus rocas
talladas y en la monumentalidad y grandeza que como civilización debieron
alcanzar pues el área es inmensa. El conjunto no decepciona, por doquier hay
tumbas esculpidas en rocas de colores fantásticos, nichos en paredes rocosas y
en el suelo, antiguas construcciones enormes y bellas desafiando la credulidad
del visitante. Si alguien quiere saber más del lugar que se vea un documental,
busque en Internet, o se lea otros libros, que yo tengo unas ganas de quitarme
de encima la descripción del sitio que no me aguanto, que al fin y al cabo
escribo para divertirme.
Hablaré de las personas que encontré a lo
largo del día ya que es lo que me apetece.
A media mañana me cruzo con una pastora,
hablamos un poco, me invita a un té, acepto diciéndole que no tengo un duro y
que no deseo comprar nada, se lo digo así pues estamos donde estamos y justo
aquí no me acabo de creer la espontaneidad, me dice que no hay problema, que
nada de nada. Vive en el pueblo, tiene cuatro hijos, un marido y unas cuantas
cabras. Tomamos el té y hablamos un rato. Acaba vendiéndome unos collares. Los
compro. Me la han metido, una vez más. Sigo caminando por las montañas.
Llego por una zona rara y de difícil acceso al
cruce del camino que sube al monasterio, uno de los monumentos más conocidos, y
para no pasar por lo más bajo y por donde están todos los burros y turistas
tomo un atajo. Un guardián me ve y comienza a seguirme. Voy solo, vengo de una
dirección no convencional, he seguido por un atajo y encima en un principio me
hago el loco ante sus requerimientos de que pare. Soy un objetivo perfecto para
ser pillado in fraganti y se le nota en la cara cuando al final paro y espero a
que se acerque. Que si de dónde soy, que si voy solo y que si la entrada por
favor. Busco en mis bolsillos infructuosamente adrede, le veo regocijarse en su
papel de guardián, está a punto de ejecutar con celo su siguiente paso cuando
yo, en el límite de tiempo razonable, hundo mi mano en un bolsillo otra vez y
saco una entrada arrugada. Primero, incredulidad, luego sorpresa, por último decepción.
Mira y mira la entrada buscando su falsedad y tras eso, se marcha, vencido.
Sigo caminando a media tarde y decido perderme
de los cauces con turistas. Me adentro en una zona menos transitada. Unos niños
consiguen que desista a base de decirme que por ahí no se va a parte alguna y de
pedirme caramelos y dinero, sus madres quieren venderme monedas antiguas.
Regreso por donde he venido. En un momento dado voy solo y me adelanta un joven
jordano con rastas, va a caballo y descabalga en un tenderete donde hay más
personas. Ya andando se levanta adrede la chaqueta para que le vea el revólver
que lleva en la cintura por detrás, metido en el vaquero. Se pavonea, anda como
Clint Eastwood. Estoy a punto de preguntarle si le gusta enseñar su pistola a
todos los turistas o si es que se cayó del tacataca cuando era un bebé. No lo
hago, prefiero dejar para otro día la posibilidad de que me peguen un tiro.
Ya fuera del recinto pétreo, en la ciudad
nueva, me dirijo hacia un garito donde he quedado con un tamil y un chino ambos
de Singapur y estudiantes en Israel, nunca han probado un narguile, pipa de
agua que en Egipto se llama shisa, y voy a ser yo quien los introduzca en el
humeante mundo de alquitrán, nicotina y aroma de manzana. Veo las calles
engalanadas y a rebosar de banderas jordanas. Le pregunto la razón al primero
que encuentro. Me dice que al día siguiente los visita el monarca jordano
Abdallah II y me dice textualmente:
- Dí en tu país que nosotros los jordanos
amamos profundamente a nuestro rey.
Queda dicho. Mi opinión es que habrá que sí y
habrá que no. En esta primavera árabe, Jordania no se sube al carro de la
revolución. Tal vez sea porque parece que los jordanos viven mejor que sus
vecinos sirios y egipcios, tal vez sea por otras razones más ocultas.
Mañana viene el rey y yo me marcho. No podrá
verme.
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