Me levanto con la primera
oración y desayuno una deliciosa papilla en un cuchitril recién abierto
mientras espero que amaine un poco la lluvia.
Hay sentimiento y embriaguez en el viajero
madrugador que desayuna de pie en la medina de cualquier país árabe mientras
apenas clarea la mañana por culpa de la lluvia, no sabría decir muy bien
porqué, pero hay como más belleza en todo, y, quizá, una ilusión de que todo es
diferente.
Un taxi, un aeropuerto, un avión, otro
aeropuerto, un tren, y el sol de Barcelona me golpea la cara.
En los alrededores de Sants me subo a un
murete para fumar un cigarrillo, los autobuses hacia Rumanía y Marruecos,
ambientan los andenes.
No he dado una calada cuando se me acercan a
la vez dos personas que venían por separado.
Un blanco flaco alto con una maletita y un
negro bajito, cazadora marrón y aspecto amigable. Formamos un curioso grupo. El
negro deja que el blanco se explique primero. Y nos expone una dilatada teoría
sobre conspiraciones y tejemanejes históricos y mundiales.
No quiere dinero. Es un profeta auténtico.
El negro tiene hambre, quiere comer, le compro
dos kebabs.
Es de Guinea Bissau y solo por eso ya me cae
bien.
A mi me trataron de lujo allí. Me enseña el
bolsillo de atrás de su pantalón, está cortado a cuchillo.
Ayer, durmiendo en la calle, con una navaja le
cortaron el bolsillo para robarle la cartera.
Que no
es bona Barcelona cuando la bolsa primo no sona.
A un negro sin papeles que
estaba durmiendo en la calle.
Le robaron. Anoche.
Al día siguiente conduzco un coche alquilado entre
las sierras del Sidi Ifni y el Atlántico.
Dicen que las personas solemos darnos cuenta de la felicidad cuando ya ha
pasado. Es cierto. Pero, a veces, de manera excepcional, nos damos cuenta justo
en el momento que está sucediendo, en algunas ocasiones, pocas, somos
plenamente conscientes de estar en la cumbre de la felicidad suprema.
Brumas algodonadas aparcan a las costas
acantiladas. Detrás montañas marrones salpicadas de chumberas y flores
amarillas.
Más allá,
el país más maravilloso del mundo.
Fátima va en el asiento de al
lado contando burros, ovejas y cabras.
El aire que entra por la ventanilla hace que
su pelo revuelto negro azabache se agite, loco, por su cara.
Su aroma y el del océano se
entremezclan armoniosamente alcanzándome.
No he olido nada mejor en toda mi vida.
Está feliz, le brillan los ojos cuando se gira
y me dice:
- Papá, ¿nos quedamos a vivir aquí para siempre?
Y es que a veces el final es el principio.
FIN
2 comentarios:
Me encanta lo que cuentas y como lo cuentas! Ya sabes que estoy enganchada a tu blog.
Disfruto leyendo tu narración.
Gracias.
Publicar un comentario